¿Se puede conocer a Dios? No sólo se puede, sino que se le debe conocer a Dios (Romanos 1:18-32). La propia existencia del universo y tu propia existencia hablan del Creador. Él, además de dejar impresa su huella en los cielos y la tierra, la ha dejado también en nuestras almas.
El propósito de Dios va más allá de darse a conocer. Él quiere ser reconocido como el Dios bueno y soberano que sustenta la vida de su creación por pura gracia. Y para ello ha dotado a la raza humana de una mente racional. El ser humano es la culminación de Su creación, hecho a Su imagen y semejanza, gozando de las facultades necesarias para poder mantener una relación personal con Dios. Lamentablemente esta relación personal con Dios se rompió muy pronto tras la creación, cuando el hombre se rebeló contra Dios por medio de la desobediencia. Este pecado trajo unas consecuencias desastrosas a toda la humanidad que han ido pasando de generación en generación.
Desde aquel instante el ser humano quedó incapacitado en todos los sentidos para recomponer dicha comunión con su creador hasta el punto de no querer y no poder retomarla (Romanos 3:11). Fue así como muy pronto, rota la comunión con Dios, a los hombres se les hizo imposible conocer al Dios vivo y verdadero que los había creado y se formaron ellos mismos dioses a su propia imagen y semejanza. Por lo que llegado este punto volvemos a preguntarnos: Entonces ¿cómo conocer a Dios?
Conocer a Dios se hace posible desde el momento en que él mismo se da a conocer de forma especial a los hombres, es decir, se revela personalmente. Dado que la manifestación general de su gloria en la creación fue desatendida y los hombres se formaron sus propios ídolos, Dios en su gracia se reveló por medio de Su Palabra, es decir nos habló. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que Dios habló directamente y durante un tiempo a hombres escogidos por él enseñándoles el modo en que el hombre pecador puede restablecer la comunión rota y volver a tener una relación personal con Dios (Hebreos 1:1-2).
Esta revelación se circunscribió en torno a un pueblo determinado, escogido por Dios y llamado Israel. La revelación final de Dios tuvo lugar con su propia venida a este mundo en la persona de su Hijo Jesucristo quien, tras vivir una vida impecable en la tierra, murió en la cruz del monte Gólgota en Jerusalén y resucitó al tercer día (Juan 14:9). Luego ascendió a los cielos y envió el Espíritu Santo a la Iglesia. El Espíritu Santo fue el encargado de inspirar las Escrituras en el Antiguo Testamento y lo siguió siendo en el Nuevo Testamento guiando a los apóstoles y hagiógrafos escogidos a dejar por escrito los textos que finalmente concluyeron la Biblia.
Todo este proceso en que Dios se revela a sí mismo a los hombres y se da a conocer tiene el propósito de manifestar la gloria de su gracia. Tras romperse la comunión original del hombre con su creador, éste no tenía obligación alguna para restaurarla. Pero he ahí la sublime manifestación de Su gracia al buscar Dios mismo a Su criatura caída en el pecado. Desde entonces la historia de la humanidad es la del amor salvador de Dios desplegado hacia pecadores que se dirigen al infierno.
El registro bíblico señala paso a paso las acciones de Dios para restaurar todas las cosas, en especial la relación rota con sus criaturas. Desde el Génesis, primer libro de la Biblia, hasta Apocalipsis, el último, aparece la promesa de salvación divina. Esta promesa se encarna en la persona de Jesucristo y trae la salvación a todo aquel que cree en Él con un corazón sincero y arrepentido (Romanos 10:9).
Fue así como Dios orquestó lo necesario para que Él pudiera ser conocido y reconocido por los hombres. Es por medio de las Escrituras que ahora toda la humanidad goza de la posibilidad de llegar al conocimiento del Dios verdadero y la salvación que sólo él puede dar (2ª Timoteo 3:14-17). Y él mismo es quien “ahora manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el que juzgará al mundo con justicia, por aquel varón (Jesucristo) a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:30-31).
En conclusión, conocer al Dios verdadero revelado en Su Hijo Jesucristo es fundamental para retomar la comunión perdida con la divinidad y recibir la vida eterna (Juan 17:3).